Cuando era pequeño, siempre soñaba con esa boca roja, la cara blanca cual pálida luna, el pelo rizado con esa calvorota y esa sonrisa... esa sonrisa que lo inundaba todo.
Mi abuelo me había hecho amar el circo en toda su grandiosidad: trapecistas, acróbatas, funambulistas, domadores de tigres y leones, contorsionistas, elefantes llegados del lejano Oriente pero sobre todo ... los payasos.
En los últimos siete años, llegaba a nuestro pueblo el mismo circo en el mes de noviembre y mi abuelo nos llevaba a mí y a mi hermana a ver el espectáculo más grande del mundo. A veces, mi padre le decía: ¡ abuelo, pero si siempre es lo mismo, os váis a aburrir! Pero mi abuelo siempre le repetía: ¿ cómo puedes decir eso? El circo es un espectáculo irrepetible, lleno de nuevos matices y colorido, nunca una función es igual a la otra. Además no lo olvides, que después de tantos años, hay algo más que una simple función: hay cercanía, hay amigos, es ... como la vida misma.
Mi abuelo nos llevaba siempre a la función de los domingos por la tarde. Decía que las tardes frías de noviembre tenían una luz especial y era verdad: todo era magia, desde las entradas impresas en color naranja, las rifas que nos vendían en la función, el algodón de azúcar, las manzanas de caramelo, todo era una conjunción que hacía que la espera hasta el inicio de la función no se tradujera en impaciencia infantil.
Elena, que así se llamaba mi hermana, se volvía loca con las niñas contorsionistas, que serpenteaban sus cuerpos convirtiéndolos en figuras imposibles. El abuelo, prefería a los trapecistas suspendidos en el vacío, que hacían que el redoble de tambores cuando cruzaban por el cable se convirtiese casi, casi en una suerte de ataque al corazón colectivo. Sin embargo yo, que conocía al dedillo todas y cada una de las distintas actuaciones, tenía especial predilección por una: los payasos.
Desde muy pequeño, me había llamado la atención que una sonrisa triste pudiera hacer reir tanto a la gente. Porque el rostro de los payasos, la imagen de si mismos que proyectan hacia el exterior, no es lo más alegre que yo podía imaginar: tez blanca, pelo color zanahoria, ojos grandes y una boca enorme.
Puede que algunos piensen que estaba equivocado y que los payasos han llegado a este mundo para regalarnos sonrisas, con sus enormes pantalones, sus camisetas rayadas, sus grandes zapatones y esa flor prendida en el pecho, que parece siempre y permanentemente estar regándote.
Pero no, había algo en su cara, algo en su expresión que a mí me parecía muy triste y no pude comprenderlo hasta que Charlie, uno de los payasos del circo amigo del abuelo Juan, me lo explicó un día al terminar la función. Charlie me dijo que si, que todos los payasos tenían la clave para hacernos sonreir, que su vida se debía a provocar nuestras sonoras carcajadas, que su felicidad residía en nuestra efímera felicidad en la función pero, esa tristeza que yo había detectado en sus rostros era cierta: su felicidad sólo duraba en la función pues siempre pensaban que, tras finalizar la misma, volvían otra vez a ser otras personas, que no hacían reir y que nadie las conocía.
Tras retirarse el maquillaje, volvían a ser esos seres inanimados, esos que ya no llegaban a la gente, esos que pasaban desapercibidos, esos donde la risa que pudieran provocar no le importaba a nadie, se convertían en unos perfectos desconocidos para el gran público. Y eso es lo que provocaba su tristeza: sin disfraz no cobraban vida, sin máscara no era la risa personificada.
La vida de Charlie, como la de otros payasos, era por y para el circo. Sin él, se convertían en meros espectadores. Era su vida, su aliento, su respiración, la más completa dicha seguir esa rutina que habían convertido en su nueva existencia. Subían las escaleras del camerino, encendían las luces del espejo, se enfundaban los pantalones de colores llenos de remiendos, los tirantes, la peluca rojiza, la camiseta a rayas, la chaqueta siete tallas más grande, los enormes zapatones y, frente al espejo, daban vida a la ilusión: polvos blancos en el rostros, ojos delineados con dos lágrimas negras, colorete en las mejillas, picaruelos lunares y esa boca tan roja como la manzana que ofreció a Blancanieves la ancianita en el cuento.
Tras el maquillaje, un último vistazo en el espejo para comprobar que hasta el último detalle estaba en su sitio, y luego dejaban la silla en el camerino, y con pesados pasos, claro, por el tamaño de sus zapatos, se dirigían hacia la carpa del circo. Y, cuando se levantaba el telón, esa sonrisa triste desaparecía de sus rostros y todo se tornaba en risas y carcajadas.
Esa noche, en la última función que ofrecían en el pueblo, Andrés percibió algo diferente en los ojos de Charlie: una alegría inusitada, unas enormes ganas de sentir que hacían que comunicara y conectara como nunca con el público. Sabía que Charlie lo hacía por él, porque había sido el único niño capaz de percibir la otra imagen de los payasos, esa que nunca nadie debiera conocer.
Charlie, nunca te olvidaré, con tu silla de mimbre en una mano y la guitarra en la otra, te quedaste para siempre con la eterna sonrisa de mi niñez.
Madrid, 15 de diciembre de 2010.